Noviembre de 2008
Año IV, Número 36


Aproximaciones a la historiografía de la Revolución Mexicana

Álvaro Matute *

A pesar de los avances logrados en los últimos años, una historia de la historiografía de la Revolución Mexicana sigue siendo asignatura pendiente. Es por ello que tomé la decisión de publicar estas aproximaciones en las que reúno textos elaborados a lo largo de más de treinta años. La historiografía de la Revolución Mexicana ha sido una de mis líneas de investigación constantes. Los materiales reunidos en este libro no son todos los que he dedicado al tema, pero sí los más significativos. Los he agrupado en dos partes. La primera está integrada por tres ponencias y un discurso. Las ponencias han sido definitivamente corregidas y aumentadas con la finalidad de ofrecerlas de manera más completa, aunque siempre con la conciencia de que ninguna de ellas, ahora convertidas en capítulos, es exhaustiva. Tratan de ofrecer lo más característico del periodo que abarcan, pero ni siquiera se menciona en ellas a todos los autores que escribieron sobre la Revolución en el momento atendido. Un discurso complementa el recorrido por las tres etapas en que divido el acontecer historiográfico revolucionario. En él doy a conocer mi tesis acerca del origen del revisionismo historiográfico, ubicado en el momento en que la academia hace acto de presencia en la escritura de la historia de la Revolución.

La índole de los autores es la que marca, no sólo la división temporal de los conjuntos historiográficos, sino lo que podría ser su esencia misma. El agrupamiento tiene mucho de generacional, lo que asumo como categoría exegética. Ciertamente no soy partidario de la aplicación mecánica de la periodización en generaciones, ya que dudo de que la sucesión se tenga que dar necesariamente en periodos regulares de quince años. Sin embargo, desde mi lectura temprana de Ortega y Gasset, he asumido ese criterio como un valioso recurso más que periodizador, auxiliar invaluable en materia de comprensión. Hoy se le puede calificar de horizonte hermenéutico. Mi lectura más reciente de Dilthey así lo confirma.

La concepción del trabajo es generacional, aunque no confirmo los natalicios de los historiadores. El primer bloque está in-tegrado por testigos presenciales de los hechos, pero no presenciales pasivos, sino actores decisivos en la suerte de los hechos. Sé que mi "generacionismo" no es muy consistente por eso, aunque sí lo es de convicción, sobre todo a la vista del segundo capítulo en el cual reviso las contribuciones hechas alrededor del quincuagésimo aniversario del inicio formal de la Revolución, es decir, en los años cincuenta. Ahí hago el comentario de las obras de autores tan distantes entre sí como el porfiriano Jorge Vera Estañol, dos generaciones más viejo que Jesús Silva Herzog o Manuel González Ramírez. El foco está colocado en el momento en que publican los libros, que no necesariamente corresponde siempre a aquel en que los escriben.

La diferencia entre los autores del primero y del segundo capítulos, pese a que todos viven en los años de la Revolución armada, la marcan dos cuestiones: los primeros, testigos activos de la Revolución, escriben sobre lo que les toca más de cerca: Madero si son maderistas, Zapata si son zapatistas, Carranza si son constitucionalistas, etcétera. Los del segundo capítulo, en cambio, se caracterizan por intentar y lograr dar visiones de conjunto y, muchos de ellos, si bien testigos vitales, no comparten el nivel de actuación en los hechos que los primeros. Algunos sí, como el mencionado Vera Estañol o el constituyente Romero Flores, pero la tónica la dan los también mencionados Silva Herzog y González Ramírez, a los que se suman José C. Valadés, José Mancisidor y Alfonso Taracena. Opera en ello la diferencia o distancia generacional, como también opera el momento en que escriben y se dirigen a sus lectores. Sus visiones son de más largo plazo frente a las inmediatas de los anteriores. En todos los casos, son las vivencias las que marcan el tipo de escritura de la historia que realizan.

En tercer lugar viene la distancia. En la versión que ahora ofrezco de lo que fue mi discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Historia, me detengo en las aportaciones y actitudes de un político enmarcado por la academia y de dos académicos precursores. El primero es Manuel Moreno Sánchez y los segundos son Juan Hernández Luna y Moisés González Navarro. Con sus artículos y sus cursos se funda la actitud revisionista, tomada de los enjuiciadores de la Revolución que, antes de ellos, pusieron a la supuesta continuidad revolucionaria en tela de juicio. Los académicos buscaron darle a la historiografía de tema revolucionario algo de lo que carecía: conceptos y categorías. Su labor abrió nuevas perspectivas y permitió que emergieran quienes ya veían a la Revolución desde distancias temporales y espaciales más lejanas. La historiografía revisionista del último tercio del siglo XX y el cambio hacia el XXI se benefició de esa ruptura, para permitir el uso renovado de las fuentes tamizadas por actitudes guiadas por la duda acerca de lo que se había postulado como verdad aceptada.

Además, por lo que se puede apreciar, la historiografía sobre la Revolución vivió una situación de boom historiográfico. Es posible que obras de la naturaleza de ésta, así como las de Javier Rico Moreno y Thomas Benjamín, que se mencionan en el capítulo cuatro, indiquen un cierre, o por lo menos algún cambio historiográfico que todavía no acaba de percibirse. Por lo menos el hecho de intentar dar visiones de conjunto de una práctica historiográfica, puede sugerir que el final, sino está ahí, por lo menos se aproxima. No se puede establecer si se trata ya de un ciclo cerrado o aún está abierto, pero dicho ciclo sí cuenta ya con una estructura y una caracterización a la que le añadiría poco lo que se produzca en el presente y futuro inmediato. Si esto ofrece cambios radicales, entonces se contemplaría el advenimiento de una nueva etapa. Por otra parte, téngase presente que dentro de pocos años se asistirá al centenario del inicio de la Revolución, que estará precedido por los del plan y programa del Partido Liberal, las huelgas de Cananea y Río Blanco, que tal vez revivan la polémica acerca de la "cuna" de la Revolución, de la entrevista Díaz-Creelman y, por fin, del Plan de San Luis y del propio 20 de noviembre. ¿Cómo serán conmemoradas esas efemérides? Lo único seguro es que de manera muy diferente al cincuentenario. Acaso a partir de ahí se consolide la futura etapa historiográfica.

En fin, los cuatro capítulos que constituyen la primera parte de este libro, son sendas aproximaciones a la historiografía de la Revolución. Intentar una historia de la historiografía exhaustiva suena quimérico. Se puede morir en el intento y lograr una deseable bibliografía comentada, o bien caracterizaciones como las que aquí se sugieren. Ciertamente está abierto el expediente y son deseables muchas más aproximaciones, ya individuales sobre autores y obras, ya sobre épocas, sobre hechos particulares, en fin, tantas posibilidades cuanto permita la imaginación de los analistas y las preguntas que de ella surjan. El terreno está abierto.

La segunda parte es de índole diversa. La forman nueve conjuntos de reseñas bibliográficas resultantes de una agrupación temática que pretende darles cierta unidad. A lo largo de casi cuarenta años he sido y seguiré siendo reseñista de libros. Es una tarea grata que trae implícito el compromiso de decir algo sobre lo que se lee. A veces se dice poco, pero a veces se dice mucho. No sólo sobre el libro, sino sobre la escritura de la historia y sobre el acontecer particular y general, sobre el texto y el metatexto. El hecho de que las reglas de la reseña sean flexibles permite que haya más creatividad de parte del recensor. Tal vez es la actividad más libre de las que ejecuta, en nuestro caso, el historiador. Ciertamente hay patrones y yo sigo, aunque de manera muy laxa, los que llamo cánones gaosiano y orteguiano. El primero, es el derivado de las Notas sobre la historiografía que hizo públicas José Gaos en 1960 y que aluden a los elementos integrantes de la obra historiográfica: los que derivan de la investigación, los que están implícitos en la interpretación y los que se perciben en la escritura; el canon orteguiano no se debe a Ortega y Gasset, sino a don Juan Antonio Ortega y Medina, quien en una recopilación de algunos de sus trabajos expresó qué elementos debía contener una reseña bibliográfica: aludir de manera fiel al contenido de la obra, mostrar acuerdos y discrepancias, indicar ausencia de fuentes, en fin, un pequeño tratado en un párrafo luminoso. Por otra parte, también me orienté por la lectura de quienes hicieron de la recensión una manera consolidada de expresión. Pienso, sobre todo, en Ramón Iglesia, quien en El hombre Colón y otros ensayos recoge un repertorio suyo, magistral. De hecho, el que ese libro esté conformado por una amplia sección de reseñas me animó a publicar las mías en éste, como también la aparición de Entre los historiadores, de Emmanuel Le Roy Ladurie. Género menor, sin duda, pero rico en alcances y en expresión.