Septiembre de 2008
Año IV, Número 34


Lo humano, problema esencial
Jesús Silva Herzog

Todo hombre aspira a mejorar sus condiciones de existencia con repetida terquedad. No importa que se fracase una y muchas veces. Hay un venero de esperanzas, inagotable y recóndito, que nace en algún rincón de la conciencia y fluye silenciosamente hasta invadirla con ancho cauce reparador. Claro está que esa cuenca escondida no tiene en todos los seres humanos idéntico caudal, ni es de la misma intensidad el ímpetu de su corriente de traslación. De aquí toda una fauna rica en su variedad y en consecuencia múltiple en la acción; pero nadie puede vivir sin ese interno y perenne renovarse, sin el pensamiento de que mañana será más dichoso que hoy o menos desventurado que ayer, sin motivos que justifiquen su existir y sin mirar en la lejanía alguna nueva constelación.

Y lo que acontece con los hombres individualmente considerados ocurre con los grupos sociales. La esencia es la misma, aun cuando por supuesto cambia el matiz y la expresión del perpetuo deseo de mejoramiento. Tal vez cabe decir que la historia no es sino el esfuerzo de los pueblos para alcanzar cada vez un más alto y permanente bienestar. Lo mismo en Egipto que en Babilonia, en Grecia que en Roma, y en la Edad Media que en las épocas moderna y contemporánea, todos los grupos sociales han estado de acuerdo, con las inevitables diferencias de tiempo y espacio, en lograr la superación de su destino, en la lucha incesable para conquistar las mismas metas deslumbradoras e idénticos horizontes de claras perspectivas; mas los caminos han sido con frecuencia distintos, con direcciones opuestas muchas veces, con impulso hacia los cuatro puntos cardinales; y, estas diferencias, no sólo han sido en etapas lejanas unas de otras, sino también en el mismo siglo y en la misma hora del devenir histórico.

En tanto que el pueblo judío por habitar en territorio pobre, poco propicio a un amplio desenvolvimiento económico, se refugia en la gasa de un ensueño místico y grandioso que vislumbra la obra creadora de la religión universal, los griegos fincan sus ideales en múltiples direcciones que abarcan todos los senderos. Paralelamente al desarrollo de la industria, de la navegación y del comercio, fundan la vida política del ciudadano y cultivan con capacidad de plenitud fulgurante la filosofía, las ciencias y las bellas artes. Con cuánta razón dijo hace varias décadas un ilustre pensador de Francia, que las ciudades griegas constituyen el milagro más grande de la historia y que fue en ellas donde empolló la civilización.

Roma construyó los cimientos de la jurisprudencia. Quiso conquistar y tener bajo su dominio a todos los pueblos y en buena parte lo consiguió. Poco más tarde fue maestra para divulgar por el mundo la religión de Judea, ennoblecida e iluminada por la luz del cristianismo pri-mitivo, así como también la cultura radiosa de la Grecia inmortal.

Hay que reconocer que tanto en Judea como en Grecia y en Roma, muy por debajo de las clases directoras de la política y del pensamiento, millares de esclavos y de hombres libres deshechos por la miseria, yacían dolientes en el fondo pantanoso de la vida colectiva, o se agitaban de vez en vez en actitud rebelde y amenazadora en contra del orden establecido. Estos seres, víctimas de explotación secular, influyeron sin saberlo, como masa amorfa que pesaba en el ámbito político, social y económico, en el rum-bo ideológico de sus profetas, artistas y pensadores.

La Edad Media tuvo por ideal terrestre el ascetismo y la pobreza, desplegando su anhelo más allá de lo humano, más allá de la vida y de la muerte. Por eso hay quienes afirman, tal vez con justedad, que la construcción del mundo medieval significó un esfuerzo titánico y a la par sombrío para conseguir la deshumanización del hombre.

Pero ni en Babilonia ni en Egipto, ni en Judea, Grecia o Roma, ni en la Edad Media, lograron los pueblos en su marcha continua por múltiples vías, aproximarse siquiera a la Tierra de Promisión, a la ciudad de maravilla, cima y síntesis de sus anhelos. Se inventaron con ingenio diabólico mundos ilusorios como refugio para los desheredados, refugio caritativo que entre otras ventajas contenía la de no costar nada a sus generosos donadores; se idearon sistemas para hacer más dichosos o menos desventurados a los hombres; y, ya puestos en marcha, sus autores tomaron el medio por el fin y cegados por la pasión y el amor propio, se olvidaron del hombre y lo hicieron víctima del sistema. Esta antinomia se ha repetido una y cien veces en la atmósfera social, pudiendo observarse con honda inquietud torturante, la tendencia de su índice que ha sido y sigue siendo ascendente en el ritmo de crueldad.

El Renacimiento económico de Europa Occidental comienza en el siglo XIII y anuncia a la distancia, y prepara con lentitud histórica el Renacimiento intelectual. Renace la vida económica y con ella las culturas de Grecia y Roma. La humanidad se humaniza y sangre nueva y rejuvenecida corre por el cuerpo político de Occidente.

A partir del siglo XVI se va robusteciendo el capitalismo cada vez más y más. Las reformas religiosas de Lutero y Calvino, particularmente la llevada a cabo por este último, tuvieron su origen, por lo menos en parte, en la necesidad de ajustar la conducta cristiana a las exigencias de la vida económica. Desde entonces, con intensidad creciente, el ideal humano preponderante ha sido la acumulación de riquezas, la obtención de lucro, el sueño egoísta de los mercaderes. Las voces generosas y atormentadas de Tomás Moro, de Erasmo y de Juan Luis Vives, fueron acalladas por el tumulto de las ferias y los gritos de los comerciantes pregonando sus mercancías. Hermes estableció su imperio, que ha durado ya varias centurias, en todos los países de la tierra y sobre las ruinas de los viejos ideales de la antigüedad, de la Edad Media y del Renacimiento.

No puede negarse que el capitalismo fue un régimen creador, pero así en pretérito perfecto y no en presente. El ansia de lucro y la conquista de mercados internacionales favorecieron las invenciones mecánicas, crearon necesidades nuevas que hicieron presión en el ambiente económico de la época hasta influir en el rumbo que habían de seguir la ciencia y la técnica. El progreso realizado en Inglaterra desde principios del último cuarto del siglo XVIII y un poco más tarde en varias naciones de Europa, así como también en países de otros continentes, es algo sin precedente, verdaderamente extraordinario y maravilloso. La hermosa utopía que Francisco Bacon diseñó con mentalidad de poeta en La Nueva Atlántida, se ha realizado plenamente o está a punto de realizarse en su totalidad; pero sólo en cuanto al progreso técnico y científico y no en lo que atañe a la vida íntima y esencial del hombre, el que había alcanzado la perfección en la obra con matiz de quimera del gran filósofo inglés.

Sin poderlo afirmar con exactitud, es quizás acertado decir que desde fines del siglo pasado el capitalismo dejó de ser instigación al progreso, a causa de sus internas contradicciones; las crisis periódicas, las pugnas con acentuación creciente entre la burguesía y el proletariado y la competencia internacional entre las grandes unidades económicas de los más poderosos imperios, han producido trágicas antinomias y los más desoladores resultados en la existencia individual y colectiva. Se han descubierto y domeñado fuerzas naturales insospechadas y los descubrimientos científicos causan asombro creciente día tras día. Sin embargo, el hombre en la actualidad se ignora a él mismo; tanto como cuando el viejo Sócrates diera a la humanidad su sabio consejo imperativo, cuya hondura y dificultades para seguirlo no han sido todavía cabalmente apreciadas. El hombre es hoy, a pesar de la velocidad alcanzada para trasladarse de un lugar a otro del planeta, de la radio, de la electricidad y de las comodidades de que ha sabido rodearse, tan feliz o desdichado como lo fuera en el pretérito lejano. Es que el problema de la felicidad humana no es solamente cuestión exterior sino interior; es el más trascendente de todos los problemas y su solución estriba en hallar las fórmulas o en descubrir los medios para armonizar al hombre con la naturaleza, al hombre con los demás hombres y sobre todo al hombre con él mismo. Mientras tanto continuará nuestra especie caminando al azar por la sombra espesa de su historia, de fracaso en fracaso, de derrota y dando tumbos en la noche larga y doliente del tiempo, en espera ansiosa del futuro amanecer.

El valenciano Juan Luis Vives escribió en su dedicatoria a Carlos V, de la obra titulada Concordia y Discordia, fechada en la ciudad de Brujas el 19 de julio de 1529, lo siguiente:

A causa de las continuas guerras que, con increíble fecundidad han ido naciendo unas de otras, ha sufrido toda Europa tantas catástrofes que casi en todos los aspectos necesita de una grande y casi total reparación. Pero ninguna cosa le es tan necesaria como una paz y concordia que se extienda a todo el linaje humano.

Devastados están los campos y desiertos; los edificios de las poblaciones, en ruinas, las ciudades, unas, por tierra y otras, despobladas en absoluto; los alimentos, raros y a precios fabulosos; la cultura, aletargada y casi muerta; las costumbres, depravadas; las ideas, tan pervertidas, que a los crímenes se les aplaude como hechos meritorios.

Todo esto está pidiendo y exigiendo una reparación y reconstrucción lo más amplia posible. Y a gritos nos están diciendo los tristes restos de aquellas grandes cosas, que no pueden sostenerse si no se acude pronto a reparar la ruina.

Pero aun cuando todas estas cosas se repongan al estado de esplendor de donde cayeron, de seguro que no podrán" conservarse mucho tiempo, si no se basan en la paz y concordia. Por las disensiones entre príncipes y particulares cayeron: por las disensiones volverán a caer, cuantas veces vuelvan a surgir éstas. Por eso, no hay nada tan necesario hoy para conservarse el mundo en su equilibrio y no perecer del todo, como la concordia. Esta sola basta por sí para reparar lo quebrantado: para hacer volver lo que huyó: para recobrar lo perdido y llorado.

Párrafos escritos ya hace algo más de cuatro siglos y que parecen hoy redactados, que quebrantan nuestra soberbia y apagan, o por lo menos atenúan, la fe en los destinos del hombre; párrafos que comprueban la lentitud desesperante con que la humanidad avanza; párrafos desoladores y tristes, de colores sombríos, pero que resultarán tenues en comparación con las páginas en que los autores del presente o del futuro inmediato, habrán de describir las dantescas escenas de la guerra actual. Será necesario acudir a la invención de vocablos nuevos para poder pintar con fidelidad la tragedia angustiosa y macerante. Jamás, en ninguna época de la historia se había producido, en cantidad y en calidad, tan profundo dolor como en nuestros días. Y esto ha ocurrido cuando todavía se escuchaba el eco de las voces superficiales y optimistas de los años de 1927, 1928 y buena parte de 1929, que hablaban de que por fin la sociedad capitalista había encontrado la fórmula del perpetuo bienestar humano.

Y ahora se ofrecen varias soluciones, varios caminos para trepar hasta la cumbre de la montaña en donde se halla escondido el Paraíso Terrenal. Hay un sistema que trata de ocupar todos los espacios geográficos y proclama la superioridad de una raza sobre todas las demás, que consagra la fuerza y la coloca por encima de todos los derechos, y pretende hacer del hombre algo así como una tuerca o un tornillo de una máquina gigantesca que pone en movimiento el jefe del Estado; la mujer debe retroceder en su evolución, debe ser para siempre esclava en el hogar, muñeca de placer para solaz del guerrero o ambas cosas a la par. Hay otro sistema cuyo proceso experimental lleva ya veinticuatro años y se realiza en la sexta parte del mundo; se trata de una edificación social que asienta sus bases en las teorías científicas de Carlos Marx y Federico Engels. En sus grandes trazos generales, el éxito de ese régimen socialista no puede negarse; pero ello ha costado sacrificios inmensos, la crueldad y los errores inevitables no han sido escasos, y todavía se encuentra distante la victoria definitiva. Por último, el tercer sistema se apoya en los arcaicos principios de la democracia política y de la libertad política también, sistema que ha sido hasta ahora para beneficio de las minorías, que tiene hedor de cosa vieja y se halla carcomido por la obra implacable del tiempo. No tendríamos nada que objetar si se hablara de una nueva democracia y de una nueva libertad; de una libertad y de una democracia en lo económico, en lo político y en lo social; de una democracia y de una libertad sin tergiversaciones, que abarcaran todos los horizontes de la cultura y cubriesen todos los ámbitos materiales de la existencia.

Todos han olvidado al hombre que es lo fundamental. Que no nos hablen de la ciencia por la ciencia ni del arte por el arte, sino del arte y de la ciencia al servicio del hombre. Que no nos hablen del progreso, de la cultura o de la civilización con alejamiento del interés concreto de la especie humana. El hombre es periferia y centro, medio y fin, irradiación y foco luminoso de él mismo. El hombre, afirman algunos, es el ser biológico más maravilloso que existe en la naturaleza, otros dicen que es chispa inefable desprendida de la Divinidad, y unos terceros que piensan con pensamiento católico, sostienen orgullosamente que es la imagen de Dios. Empero, todos lo han traicionado y han hecho del hombre su propia víctima sangrienta, su propio verdugo y el autor de su largo martirio ya muchas veces secular.

Y en esta hora intensamente trágica de la historia, en esta hora en que en la vieja Europa se asesina con furia inaudita y se destruyen muchas de las más valiosas obras materiales acumuladas por el esfuerzo de las generaciones pretéritas, y se subvierten los principios éticos más elementales; en esta hora en que la ruina y la desolación amenazan invadirlo todo, es preciso que se oiga un grito salvador cuyo eco atraviese los mares y se repita de montaña en montaña. Ese grito no lo puede lanzar la Europa torturada, ni quizás tampoco los Estados Unidos porque lo apagarían las voces imperativas de los financieros; tiene que brotar de gargantas americanas, de nuestra América, de "la América Nuestra -como dijo Darío- que tenía poetas desde los viejos tiempos de Netzhualcóyotl". Es preciso decir una y mil veces que lo que importa es el hombre, que lo que importa es conservar sus valores auténticos y lograr su superación. El ideal supremo estriba en que del hombre nazca el superhombre. La ciencia y el arte deben aspirar a esa ilimitada finalidad.

Al hablar del hombre pensamos en plural y no nos referimos al hombre económico, metafísico o biológico, porque ésas son meras abstracciones; nos referimos al hombre en todos sus variados aspectos y contenido múltiple, al hombre en su total integridad. Y al bienestar, a la felicidad y a los destinos superiores de ese ser complexo y contradictorio precisa subordinar toda actividad creadora: la estructuración económica, los sistemas políticos y sociales, la investigación científica y la obra de arte. Hay que buscar en un nuevo humanismo los materiales para construir el mundo del mañana.

Finalmente, es preciso que los iberoamericanos nos preparemos para el futuro inmediato en cuanto la guerra termine. Si Alemania triunfa intentará la germanización de nuestra América, y cosa semejante sucederá si obtienen la victoria otras potencias. Nosotros debemos defendernos, debemos defender nuestra tradición cultural en lo que tiene de valioso, debemos vaciarnos en moldes propios, sin que por supuesto, nos neguemos a aceptar corrientes ideológicas de fuera, cuando ellas se adapten a nuestra realidad y sean ventajosas para nuestro desenvolvimiento. Tengamos conciencia de nuestras analogías históricas, de las semejanzas en varios de nuestros problemas; tengamos conciencia de nuestra personalidad como naciones que tienen características privativas, porque unidos los de Iberoamérica en un propósito común, con la eficaz cooperación intelectual de los españoles ilustres que han encontrado asilo en nuestras patrias después del desastre de la República, nos será posible actualizar el sueño de Bolívar e influir por vez primera en forma decisiva en el drama de la historia universal.