Febrero de 2008
Año IV, Número 28


Cuadro de costumbres
OBSERVACIONES, QUEJAS Y NOSTALGIAS OTOÑALES
Paula Rivera

Guiseppina está distraída; ahora no es ella la que se queja sino yo. Come sin criticar, come sin saber que la tortilla que envuelve al chicharrón en salsa verde está a punto de salir corriendo por el frío, al igual que yo.

Es día de muertos y estoy en Toronto, sentada en un balcón frente al lago Ontario, fingiendo que puedo verlo a pesar de la densa neblina y pretendiendo gozar la combinación de una cerveza helada con tacos, que tal vez no se hubieran encogido si Guiseppina no hubiera insistido en comer afuera. Y es que según mi amiga, así como cualquier otro nativo de Toronto, hay que aprovechar al máximo la opción de comer en patios y terrazas si el clima está por arriba de los cero grados.

Es otoño en Toronto, y aunque hoy no es un buen ejemplo, los días pueden ser en verdad hermosos, pues las hojas de los árboles se enrojecen y el sol, cabizbajo y cansado por su intensa labor en el verano, alumbra con tonos naranjas la suave neblina que celebra el tiempo en que las almas salen de sus escondites para celebrar el misterio de la vida después de la muerte.

El último día de octubre es Halloween y no resulta extraño toparse con macabras flores gigantes haciendo las compras, o con Dráculas esperando pacientemente la llegada del tranvía. Ese día, el favorito de Guiseppina, yo no salgo de mi casa; apago todas las luces y me quedo en silencio hasta que la procesión de brujas y monstruos en busca de dulces termina, pues no hay cosa que me ponga más nerviosa que pretender que entiendo el significado de estas fiestas.

A mí lo que me llega al corazón es el mexicanísimo día de muertos, y desde que vivo en Canadá he adquirido la tradición de poner una ofrenda cada año y cocinar el pan típico de estas fechas. De todas las ofrendas que he preparado, son dos las que más recuerdo: la que le puse a la Virgen de Guadalupe, imagen que adoro, y la que le puse a Frida Kahlo, a quien no adoro, pero a la que en un momento de desesperación poética pedí inspiración y valor para acatar mi destino: ese de hacer algo, cualquier cosa.

En Toronto también se celebra el día de muertos. Con la ayuda del Consulado de México, cada año se organiza un evento con diversas actividades en el Harbourfront Centre, lugar donde Guiseppina y yo estamos. Este centro cultural es controlado por el gobierno de Toronto, y su propósito consiste en promover la diversidad cultural que caracteriza a la ciudad.

Está formado por una serie de edificios que fueron construidos o remodelados en terrenos situados a la orilla del lago, donde lo único que había era una bodega para almacenar productos congelados, construida en 1926 y llamada Queens Quay Terminal. Aquí se organizan eventos como el del día internacional de la mujer, el festival internacional de escritores, la semana del Caribe, de Asia, de Europa; en conclusión, aquí se hace de chile y de atole.

Hoy por la mañana, antes del lunch de tacos con hipotermia, Guiseppina y yo recorrimos la exposición de ofrendas, el tianguis de artesanías y dulces, y presenciamos el espectáculo de danza folclórica mexicana.

La selección de bailes de la compañía folclórica de Toronto me gustó mucho, en especial la danza final, pues las mujeres portaban unos hermosos vestidos blancos y amplios con los cuales giraban mientras, en la cabeza, balanceaban veladoras prendidas. Sin embargo, el número se arruinó para mí cuando en medio del viaje sentimental a los cementerios y a los cempasúchiles mexicanos, uno de los bailarines se soltó a cantar con su ronco pecho a José José, mientras los espectadores, Guiseppina incluida, aplaudían entusiasmados.

Al salir del pequeño teatro me di cuenta de que una mujer cargaba cajas blancas de las que emanaba un delicioso olor a agua de azahar; supuse que era pan de muerto y me acerqué a comprar uno. El precio por un ejemplar del tamaño de un pingüino Marinela era de cinco dólares, por lo que no quise ni averiguar el costo de una pieza grande.

A pesar del sabor a esponja hervida del pan, su olor me transportó al recuerdo de un lunes por la mañana cuando me escapé de clase para comprar pan de muerto con chocolate caliente y me senté en la plaza de Coyoacán sopeando mi pan, soñando con un futuro de aventuras y éxito. Y es que mi relación con la comida siempre ha sido de una intensidad inexplicable y siempre he creído que un buen platillo es más importante que un buen novio.

Día de muertos no es la única celebración de un evento latinoamericano en Toronto, y subrayo la palabra "latinoamericano" porque aquí a todos los que venimos del sur de EEUU nos echan en el mismo saco de arroz. Ya se trate de un homenaje a Salvador Allende o del Grito de Independencia de México, siempre habrá tres elementos autentificadores de latinoamericanidad: Frida Kahlo, música salsa y churros rellenos de cajeta.

El festival más importante ocurre durante el verano y es el festival de salsa de St. Clair (una calle antes conocida como Corso Italia, que forma parte de una de las varias colonias italianas a punto de desaparecer). Desde las once de la mañana hasta la medianoche, el sábado y el domingo, alrededor de dos kilómetros de calle se cierran para dar albergue a puestos de comida y a bandas de música latinoamericana, así como a alguno que otro grupo de música italiana perdido en la nostalgia de sus viejos dominios. El evento es organizado principalmente por el canal de televisión TLN (Telelatino), que desde su origen, en 1984, ha tenido como objetivo no la representación sino la comercialización de las comunidades de lengua española e italiana en Canadá.

Fue durante este evento cuando Guiseppina conoció a Mauro, un canadiense de padre chileno que se las da de auténticamente latino y quien es la verdadera causa de que a mi amiga le dé igual comer un taco que un zapato. Mauro y yo no nos caemos muy bien, y si Guiseppina no estuviera de por medio, él y yo ya nos habríamos acuchillado, pues no sólo venimos de culturas diferentes, sino que los dos nos dedicamos a lo mismo: la actuación.

A diferencia de lo que cree un canadiense común, las comunidades hispanas y/o latinoamericanas no nos identificamos como una y por lo tanto no hay solidaridad entre nosotros; por el contrario, rivalizamos y nos criticamos sin importar que hablemos el mismo idioma.

El ejemplo más claro lo vivo ahora con Mauro, ya que no sólo competimos por enaltecer nuestros países de origen; también lo hacemos en nuestras vidas profesionales. Al ser los dos actores, cuando vamos a una audición para un personaje hispano, sentimos que nos pertenece aunque su descripción no nos sea ni remotamente cercana: yo entré en una semana de depresión porque no conseguí el papel de un hombre mapuche de noventa años mal llevados.

Curiosa por la opinión de Mauro, le pregunté que cuál era la comunidad latinoamericana más numerosa en Toronto; él me respondió que sin duda la mexicana, que nomás bastaba salir a la calle por cinco minutos para darse cuenta de la invasión. Él no quiso saber mi opinión, pero yo estoy segura de que hay más Mauros que mexicanos, aunque no puedo ignorar que los mexicanos somos el grupo de inmigrantes con mayor porcentaje de crecimiento.

Las estadísticas gubernamentales canadienses señalan que México es el país que más peticiones de refugio político hace en el mundo. Incluso, durante el festival de salsa se publicó un artículo en el suplemento dominical del periódico local Star, donde se informa que los mexicanos son a los que más se les niegan los privilegios de poder vivir permanentemente en Canadá, ya que no hay bases para comprobar el discurso de que México es un país violento.

En mi opinión, a pesar de estos datos la presencia cultural de México en comparación con otros países latinoamericanos es todavía muy pobre, pues generalmente lo que hay es de mal gusto. Sin embargo, no puedo negar que la calidad mejorará rápidamente porque no sólo lo mexicano está de moda; también, aunque me cueste admitirlo, el camino previamente recorrido por tantas otras culturas latinoamericanas ayudará a que nuestra lucha por existir en un mundo anglosajón sea más fácil.

Mauro nunca celebrará el día de muertos y yo nunca iré al festival de Salvador Allende, pero mientras vivamos en Toronto nos llamarán latinos aun cuando entre nosotros hablemos una combinación de inglés y español que generalmente contiene un noventa por ciento más de inglés.

Quizá nos entra el complejo malinchista y tenemos que demostrar que we speak English muy good. Guiseppina no entiende nuestras diferencias, y por más que le he tratado de explicar que Mauro not so good with Mexicans, ella no tiene cabeza más que para él y seguirá distraída pues está enamorada. A ver si al menos aprende que en México no hablamos Mexican sino español, el mismo idioma que los chilenos, argentinos, uruguayos, salvadoreños, venezolanos, costarricenses, you name it.

Café México en el Harbourfront Centre, Toronto, otoño del 2007.